trigésimo séptimo desahogo desde su infierno
Busqué la luna en las palmas de sus manos y las descubrí cubiertas de ese sudor frío que brota de las entrañas. Y quise que fuera mío todo su dolor. Ya hacía tiempo que esculpimos en mi cerebro una percepción fatal y estereotipada. Supe de mi error y tuve mis razones: las del que calla cuando no las tiene, no las del que otorga por no fallar, porque no quise dejar de ser quien soy, ni ser a su imagen y semejanza. Aprendí de sus miradas no sólo de tristeza, más de dolor. Profundas. Sangrantes como las heridas que nunca cicatrizan cuando el cicatrizante subsiste al otro lado del mar, o del océano; y éste sí infinitamente infinito, y peligroso. Lleno de vida, como el camino aún por andar.
Quisiera ser emigrante y aprender con sangre de lo que el hombre es capaz. El hombre que no es hombre, ni humano. El ciego impecable. El del aplauso comprado. Sería su esclavo por verle sufrir y perder su último gramo de dignidad y valiente cobardía. Quisiera recibir las miradas que reciben para percibir el odio, o el miedo y que mis propios temores no me dejaran volar de la desolación a la algarabía. Quisiera querer vivir sin recuerdos para no sufrir, sin sufrir por quererlo, como volverse a morir.
Pero percibo el calor del hogar, de la sangre caliente y afín. No hay solución. Puedo ser sobre ellos quien quiera ser, mas no puedo colocarme bajo sus pies, ni besar cada una de sus huellas al caminar.
Porque la esperanza más cercana es morir y despertar: ojalá estas vuestras odiseas sirvieran para recuperar los sueños que os fueron robados por aquellos que os negamos el cobijo y el amor.
Y el poder que nunca os devolvimos y malgastamos.
1 comentario
Ricardo -
Precioso texto.
Salud...os